La existencia y la reivindicación de los
llamados movimientos de género y sus prácticas sociales invitan a
reflexionar sobre la relación directa entre la moral y el derecho, que muchas veces queda obviada
entendiéndose el orden jurídico como la extensión perentoria de la
ética humana y social. Así, el derecho a matar un ser humano aún no
nacido o el equiparar al matrimonio a una relación distinta a la unión
natural del hombre y la mujer ejemplifican no sólo la confusión entre la
moral y la ley sino su progresiva disociación.
Los dos ejemplos anteriores denotan el
vacío moral que padece el derecho, que ignora o elude que su fundamento
reside en el estatuto ontológico de la persona. Así, encuentra su
sustituto en el contingente, arbitrario y relativo consenso que, en la
mayor de las veces, adquiere, por su carácter espurio una ordenación
totalitaria. Esta artificiosa situación no sólo provoca que el
comportamiento legal de la persona sea, en ocasiones, inmoral al
hallarse el derecho autónomo del comportamiento ético, sino que al
liberar la ley de la moral genera, en consecuencia, una falsa pluralidad
moral que, en definitiva, provoca que el hombre no oriente
incondicionalmente su proyecto personal según su naturaleza ontológica
sino que se guía, de manera errónea, según otras variantes convertidas
en cánones éticos que se presentan bajo la forma de bien sin serlo
realmente.
Ante esta situación la persona cae en una
oscuridad tan profunda que llega a considerar confuso y totalitario
todo aquello que es moralmente bueno porque la virtud,
que es el único y verdadero valor superior por el cual el hombre guía
su existencia escogiendo los medios justos y necesarios para ir
desarrollándola en vistas a alcanzar el fin al que se dirige – la plenitud del ser
–, es remplazada por el consenso, que en sí es un bien social pero
nunca el fundamento de tal bien porque de considerarlo así se niega la
existencia de una real, última e incondicional verdad sobre el bien y,
en consecuencia, de unos principios éticos objetivos libres de cualquier
interés ideológico. Incluso así, la oscuridad si es profunda no es
total, pues en la conciencia de la persona persiste, si bien borroso, la
certeza de que el derecho descansa en el fundamento ontológico y moral
de la persona.
No obstante urge recuperar en el hombre
esta certeza pues incluso quienes más fácilmente se hallan en
disposición de reconocer una moral objetiva y fundamental no sólo corren
el riesgo de doblar la conciencia en aras del relativismo sino que, en
realidad, la doblan vaciando de contenido la moral revelada reduciéndola
a una simple exhortación al amor a todos, que es un amor tan genérico
que no sólo no se da a nadie sino que es un amor sin contenido ni
finalidad pues la vocación al amor, que es la donación del ser, se
relativiza hasta el extremo de considerarla de totalitaria. Así, hay
quienes exhortando a la solidaridad cristiana afirman la libertad moral
del hombre a asesinar a un ser no nacido o a reconocer como matrimonio
una unión que no ha sido bendecida por Dios como es el cado de la unión
del hombre y de la mujer, creada a imagen de Dios.
Hoy, como ayer, los cristianos tenemos el
deber de recordar, mediante el ejemplo, la fundamentación del derecho
en la ética y en la ontología de la persona, pues si no se reconoce a
ésta como el fundamento del derecho la vida misma corre el peligro de
ser considerada indigna. Al contrario, si se reconoce que el derecho se
fundamenta en el ser de la persona se recuperará su inseparable unidad
con la moral, con la verdad y, en última instancia, con Dios, que es el
bien último del hombre.
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